María Esperanza Casullo, Politóloga

América Latina: la derecha que aprendió a ser populista

Si en el pasado la derecha argentina era masculina, elitista, tecnocrática y usaba traje y corbata, un rasgo común la identificaba: su antipopulismo. Hoy la novedad, en Argentina y en el mundo, es que la derecha también se volvió populista: más plebeya y preocupada por conectar con el sentir popular, así como más agresiva y con una masculinidad exagerada.

Una certeza recorre el mundo: el siglo XXI es el siglo del populismo. No sólo eso, sino que, como quedó demostrado con el primer lugar de Javier Milei en las primarias del 13 de agosto, lo notable es la expansión de este repertorio a todo el espectro ideológico. En una región en la que el populismo era casi sinónimo de estatismo y conceptos como “justicia social”, ahora la derecha aprendió a ser populista. Adiós a los tecnócratas neoliberales con PhDs y roce internacional.

Bolsonaro, Kast, Bukele, Milei: ésta es la nueva fisonomía de la derecha que combina la defensa de una desprotección económica radical (no es otra cosa que la “libertad individual” en un mercado completamente desregulado) con la defensa de modelos patriarcales de familia, la misoginia, y un discurso que descree de la noción misma de derechos humanos inalienables. Todo eso comunicado a través de performances corporales histriónicas, de una agresividad y masculinidad paródicas y hasta camp. Comprender este proceso de aprendizaje y apropiación es fundamental para comprender la situación política actual del país y de la región, y su futuro.

¿Qué son el populismo y la derecha?
En mi libro ¿Por qué funciona el populismo? definí al populismo como una narrativa política que centra la acción política en la relación entre un héroe popular y un villano. El carácter populista está dado por dos características: la explicación de los males sociales como daño causado por una persona o conjunto de personas, y el énfasis en la necesidad de que pueblo y líder se movilicen políticamente para derrotar a aquellos que los han dañado.

Al discurso populista se le suma un “estilo” populista: Jair Bolsonaro posaba con armas largas y camisetas de fútbol; Nayib Bukele con gorra de béisbol; Javier Milei hace videos disfrazado. Los líderes populistas desarrollan maneras de hablar, vestirse y actuar en las que ostentan significantes culturales cercanos a lo bajo, lo vulgar y lo local en oposición a “la cultura alta”, lo culto, lo cosmopolita.

Las dos cuestiones están relacionadas: la explicación de sentimientos de injusticia o falta por un daño genera la urgencia moral necesaria para movilizar; la apelación a aquello identificado como lo bajo, lo vulgar –en definitiva, lo popular– le suma a la indignación moral un espíritu antielitista.

El populismo puede combinarse con una variedad de contenidos ideológicos, como el discurso tecnocrático, que presenta los problemas sociales como fallas de procesos abstractos que requieren conocimiento técnico para ser reparados. Existen izquierdas y derechas populistas y tecnócratas.

La sociología política latinoamericana asoció populismo con regímenes nacional-populares de izquierda, o al menos estatistas, como los de Vargas, Perón, Árbenz o Velasco Alvarado; lo mismo sucedió con la “ola rosada” de populismos de izquierda de principios de siglo. Sin embargo, lo novedoso del momento actual es la expansión continental de derechas populistas, que van desde Jair Bolsonaro a Javier Milei o Nayib Bukele.

El objetivo de este artículo es caracterizar la expansión del populismo de derecha. En la definición clásica de Norberto Bobbio (1985), la distinción reposa en un principio simple: la posición con respecto a la desigualdad social y económica. Levitsky y Roberts en su libro The Resurgence of the Latin American Left actualizaron ese principio al señalar que los gobiernos de izquierda latinoamericanos de la primera década del siglo compartían el hecho de considerar la desigualdad como un fenómeno a eliminar, o al menos disminuir, mientras que la derecha la aceptaba como algo inevitable o incluso positivo.

La cuestión es algo más complicada en la actualidad. La desigualdad material es sólo un aspecto de la desigualdad, y los procesos de fragmentación y heterogeneidad social hacen más difícil imaginar una política centrada solamente en el clivaje de clase. Posiciones frente a la clase, etnia, género, diversidad sexual, identidades religiosas o regionales se pueden combinar en múltiples posicionamientos que pueden ser más “de derecha” o más “de izquierda”. Entonces se trata de agendas que enfatizan ciertos tipos de igualdades y ciertos tipos de desigualdades.

Tal vez, paradójicamente, aumenta la polarización como estrategia de diferenciación justamente porque es más complicado definir qué es izquierda y qué derecha. Ernesto Bohoslavsky y Sergio Morresi señalaron en su ensayo Las derechas argentinas en el siglo XX un punto central en su análisis de la derecha nacional, que creo que puede extrapolarse a la región. Apuntaron que la derecha es esencialmente anti-izquierda: no es una defensa de la igualdad en abstracto, sino que en todo caso se asume que la búsqueda de la igualdad de la izquierda produce efectos nocivos e indeseables que deben ser evitados.

En ese sentido, la derecha finalmente termina ofreciendo menos un programa coherente de gobierno que “un conjunto de reparos, ideológicos, de iure o de facto a las políticas y nociones igualitaristas”. Desde este punto de vista, es comprensible que la derecha sea, también, cada vez más populista.

Derecha liberal y derecha populista
Ningún país es más adecuado para explicar el proceso por el cual la derecha aprendió a ser populista que Argentina. Reconstruir la tradición “alta” y antipopulista de nuestros referentes políticos de derecha sería demasiado ambicioso para un artículo como éste; sin embargo, para simplificar el argumento puede decirse que la élite económica y social se imaginó a sí misma como heredera de una tradición europea, cosmopolita, orientada hacia valores “occidentales” desde los inicios mismos de la nación.

La otra cara de la moneda de esta orientación fue la desconfianza a todo lo que fue juzgado como vulgar, “grasa”, “groncho”, “marrón”, y un profundo rechazo (cuando no pavor) frente a la movilización política de los sectores “bajos”. Las lágrimas de emoción de Domingo Faustino Sarmiento al desembarcar en Francia, “cuna de toda civilización”, son el complemento necesario de su pavor frente al gauchaje movilizado.

El ascenso de los populismos nacionales y populares en el siglo XX argentino (radical primero, peronista después) reforzó esta tendencia antipopulista. Las diversas facciones de la derecha (liberal, nacionalista, federalista) pudieron confluir en su rechazo al populismo, que sirvió como una suerte de “mito negativo” que “trazó la frontera de la derecha después de 1955”.

Las diferentes facciones de la derecha fueron confluyendo también en un estilo político tecnocrático, elitista, de varones blancos de traje y corbata que buscaban transmitir solidez, “occidentalismo”, confianza. Abogado, ingeniero, ejecutivo, militar: se desplegaron a lo largo de cincuenta años diversas variantes de esta performance antipopulista de traje y corbata, de uniforme, de campera de carpincho y pañuelo de seda al cuello.

Tal vez aumenta la polarización como estrategia de diferenciación porque es más complicado definir qué es izquierda y qué derecha.

El estilo “alto” fue fusionándose progresivamente con el discurso tecnocrático y credencialista. (Se recorta aquí la figura de Álvaro Alsogaray, quien tuvo un rol estelar en esta transición, al sintetizar cuatro de estos roles en una sola persona: ingeniero, militar, economista y político.) En la década de los setenta, con el ascenso global del repertorio neoliberal, se llegó al que sería, tal vez, el arquetipo fundamental de este estilo antipopulista: el economista graduado en una prestigiosa universidad norteamericana, preferentemente con experiencia en un organismo o gran banco internacional, fluido en idioma inglés y en el dialecto de la naciente globalización financiera, deseoso de explicar a las masas los males del populismo.

El principal rol del economista-político frente a la sociedad era explicarle que ella debía aceptar la necesidad del sufrimiento material en el corto y mediano plazo. El sufrimiento cumplía un doble rol: primero, de eficiencia; luego un rol moral, como penitencia para las mayorías por su tendencia a dejarse arrastrar por la demagogia populista. Sobre todo era importante aceptar la imposibilidad o indeseabilidad de movilizarse por cualquier tipo de demanda o resistencia.

Durante varias décadas la derecha se orientó hacia este tipo de liderazgos. En los años recientes, sin embargo, encontramos el ascenso de otro tipo de referentes políticos de derecha: ya no Piñera, sino Felipe Kast o Franco Parisi; ya no Sánchez de Losada, sino Jeanine Áñez; ya no Cavallo sino Javier Milei.

Los ganadores de la derecha han sido aquellos que han sabido romper con la imagen de traje y corbata, para adoptar otros rasgos que combinan tres elementos: performances de una masculinidad exagerada y hasta camp, performances de agresión (ya sea con armas, ya sea posando con fuerzas de seguridad, incluso participando directamente en hechos de violencia, sobre todo contra mujeres), y performances de “blanquitud”, en el sentido que le da Segato.

Derechas mucho más plebeyas, identitarias, que buscan conexión con el mundo de lo popular a través de la farándula, la televisión, el mundo del fútbol, la cultura gamery streamer y que no sólo no rechazan la movilización, sino que la animan u organizan. Marchas anti vacuna durante la emergencia de COVID-19, intentos de tomar palacios legislativos, campañas de apoyo en redes, movilizaciones de base religiosa con la consigna “Con Mis Hijos No”: entre otras cosas, las derechas aprendieron el valor de la movilización pública en democracia.

El ascenso de estas nuevas derechas populistas puede explicarse, paradójicamente, por el propio éxito de la competencia democrática: las fuerzas de derecha, más tarde o más temprano, con mayor o menor resistencia, debieron abrazar finalmente la lógica de la competencia electoral. En una democracia electoral mínimamente funcional es imposible renunciar a movilizar, aunque más no sea, a una parte de las clases populares.

Es obligatorio construir una coalición lo más amplia posible. Además, no es sencillo afrontar una campaña electoral con el sufrimiento virtuoso como única promesa. Es imposible hacer política de masas sin movilizar, sin generar afectos, sin emocionar. En este caso, la adopción de estilos populistas les ofrece a las derechas la posibilidad de generar coaliciones amplias que conecten apoyos de las clases pudientes con apoyos entre las clases populares. O sea, les permite ser competitivas electoralmente. Todo indica que, por eso mismo, los populismos de derecha llegaron para quedarse.

Fuente: El Dipló

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