Américo Schvartzman y Adrián Pino

elmiercolesdigital.com.ar

2001, a 20 años de la noche del estallido

Las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001 quedaron en la memoria de la Argentina como la última gran revuelta social ante una profunda crisis institucional, económica y política, que se venía macerando desde los años 90 como resultado de las políticas neoliberales.

“¡Que se vayan todos!” era el eslogan de millones hartos de ser saqueados, en días convulsionados que terminaron en la renuncia del entonces presidente Fernando De La Rúa. Pero esas horas quedarían para siempre en la retina de la comunidad uruguayense: Concepción del Uruguay fue el lugar donde se produjeron los primeros saqueos del país en la noche del 18 de diciembre.

Los hechos de 2001 –corralito, hambre, saqueos, estallidos– se sucedieron a lo largo y ancho de todo el país, pero en Uruguay tuvieron un impacto descomunal, al punto que nuestra ciudad fue el sitio donde comenzaron los sucesos que culminarían con la renuncia a la presidencia de Fernando de la Rúa, no sin que antes corriera sangre en diferentes lugares de la Argentina.

Se calculó que unos 2.500 uruguayenses, un cinco por ciento de la población, participaron de los saqueos entre la noche del martes 18 y la tarde del miércoles 19 de diciembre, y la cifra permite dimensionar la gravedad de los hechos, en proporción a la población de la ciudad. Equivale a cientos de miles en Rosario o Buenos Aires, si en ellas se hubiera dado en la misma relación.

Borges escribió que no hay nada más nuevo que el periódico de hoy, y nada más viejo que ese mismo periódico al día siguiente. Y nunca más viejo fue El Miércoles que esa calurosa mañana del día 19 de diciembre de 2001 cuando tituló “Mejor prevenir que curar”. Ya era tarde, muy tarde: la noche misma del día 18 se había producido el estallido. El titular hacía referencia a las reuniones concretadas entre autoridades, fuerzas de seguridad y supermercadistas durante esos días “para evitar hechos indeseados”.

El deterioro económico y social de los últimos meses de 2001 era notable: no solo la confianza en el gobierno estaba agotada, sino la paciencia en el sistema político. En octubre el voto en blanco, a Clemente y a la feta de salame tuvieron porcentajes que ya hubiesen deseado para sí muchos políticos. Los popes de la Alianza no supieron qué hacer con el plan de convertibilidad creado por Domingo Felipe Cavallo una década antes. Si él supo armarlo, él sabrá manejarlo, razonaron en la Casa Rosada y convocaron al padre de la criatura para intentar reparar los problemas que había generado. Ya era tarde. Puso un cepo a las cuentas bancarias en pesos convertibles (se lo llamó “corralito”) y eso fue demasiado. La pobreza, la indigencia, la desocupación, la tristeza y la bronca saltaron ese corralito y el cielo se desplomó.

Hacía meses que muchos hogares hacían malabares para asegurarse una comida diaria. Los bonos sustitutos de monedas emitidos por las provincias (como el “Federal” en Entre Ríos) llegaban a valer menos de la mitad de su valor nominal. Clubes de trueque, piquetes de reclamo, ollas comunitarias, solidaridad para acceder a lo básico, la supervivencia estaba en juego en las capas sociales de menores recursos. La indignación de las clases medias cuando el Gobierno manoteó sus ahorros se transformó en marchas con ollas y cacerolas. Y no tardó en juntarse con la bronca e impotencia de los sectores más castigados por la crisis: “Que se vayan todos” fue el grito que acompañó a los cacerolazos espontáneos en todo el país, en los que también se escucharon otras consignas que el tiempo casi hizo olvidar: “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”.

En la noche del lunes 17 de diciembre ya eran muchos los rumores que prenunciaban saqueos a los supermercados para los días siguientes. Esto motivó febriles reuniones de autoridades municipales –encabezadas por el intendente José Eduardo Lauritto– con las fuerzas de seguridad y los supermercadistas, a quienes se les solicitó que cedieran alimentos para evitar situaciones de violencia. En la mañana del martes 18 Lauritto ordenó a funcionarios y concejales justicialistas elaborar un listado de los alimentos que disponía el municipio y la mercadería que ofrecían los dueños de los supermercados.

Se prepararon quinientos bolsones. Pero los rumores eran cada vez más espesos. El presidente del bloque de concejales del PJ, Juan Carlos Changui Rodríguez, contó en El Miércoles, después de los hechos: “Nos pareció que los 500 bolsones de alimentos que ofrecían no eran suficientes para frenar los reclamos. Ante esa situación, Lauritto ordenó que la Municipalidad prepare otros mil bolsones de alimentos”.

Se difundió la información en los barrios más carenciados, y los punteros barriales consultados manifestaron a las autoridades que se quedaran tranquilos: con eso la situación podría contenerse.

Sin embargo, el mismo 18 a la tarde la gente se fue agolpando frente a las puertas del supermercado Impulso ubicado en Los Constituyentes y 12 de Octubre, la esquina de acceso de los barrios del noroeste al centro de la ciudad. El rumor de que allí se repartirían bolsones atrajo a la gente. La realidad decía hambre, desesperación, angustia. Cientos de familias concurrieron en busca de alimentos que saciaran sus necesidades más básicas, y montados sobre esa realidad, hubo quienes intentaron producir un hecho trascendente, capaz de conmover la ya débil institucionalidad.

Llegó la policía y también lo hicieron los concejales Rodríguez y Fidel Baldoni, junto a los funcionarios Osvaldo Mazzarello y Fabio Romano. Habló Rodríguez para calmar a la gente: “Los supermercadistas están dispuestos a repartir alimento, hay 500 bolsones depositados en Maximás, y para el otro día la Municipalidad va a tener preparados otros mil bolsones más”. No le creyeron, y ante la amenaza de saqueo Rodríguez invitó a un grupo hacia el depósito para armar las bolsas y repartirlas en ese momento. El mismo concejal y el propio comisario Héctor Graglia pusieron manos a la obra.

Mientras en el supermercado la impaciencia se desató. Una piedra, otra más y todo fue incontenible. La palabra de Baldoni y los efectivos en el lugar no alcanzó para contener la embestida. Luego se produjo una ola de tres saqueos en la primera noche, y más de diez al día siguiente.

¿Por qué sucedió en Uruguay? Entre las tantas hipótesis que se manejaron una fue que la ciudad estaba “desprotegida”: muchos de los efectivos de las fuerzas de seguridad habían sido trasladados a zonas de “alto riesgo” (en especial Concordia) y se encontraba vulnerable. La teoría de la manta corta, cubro aquí y destapo allá. Para el intendente Lauritto el principal factor de los inimaginables hechos ocurridos en Concepción del Uruguay se debieron a que “esta ciudad no era hipótesis de conflicto para nadie, y la realidad demostró que sí lo era”. En criollo: nadie la vio venir hasta que fue tarde.

Otras versiones sostenían que se trataba de la interna del PJ: desde sectores cercanos a Jorge Busti le estarían “pasando factura” a Lauritto por alentar la creación de una tercera línea en el partido, independiente tanto de Jorge Busti como de Augusto Alasino, su principal contendiente por aquellos años. En la dura interna del peronismo, esos gestos se cobran (o pagan).

El tiempo puso las cosas un poco más claras, aunque más lejanas. Hoy se sabe (y hasta lo ha reconocido el ex presidente provisional Eduardo Duhalde), que sectores del peronismo conspiraron para acelerar la caída de un ya menguado De la Rúa. En furtivas reuniones que se mencionaron por aquellos días, se aseguró que aportaron cierta logística notorios dirigentes del peronismo entrerriano, e inclusive de esta ciudad.

La presencia de medios televisivos porteños el día 18, en la víspera del estallido nacional, abonaba esa idea, como también la vinculación de alguna prensa local con el bustismo.

El mismo intendente Lauritto se enojó con algunos medios locales que “avisaban” adónde ir a saquear, marcando sitios que no estaban protegidos. Distintos testimonios aseguraron que llegaron organizadores de otros lugares en una traffic blanca, que fue individualizada por muchos vecinos, y que de ella bajaban quienes se ocuparon de abrir las puertas de los supermercados o los depósitos de mercadería.

La jueza Cristina Calveyra confirmó que “la modalidad en que estas personas ingresaron a los supermercados habla de una organización previa. Había una moto que avisaba a qué supermercado había que ir” y agregó “ésta fue la ciudad más azotada, porque las fuerzas no se encontraban en la ciudad. La policía no tenía armas, ni balas de goma, Gendarmería tampoco tenía personal porque estaba afectada a cortes de ruta en Concordia, y Policía Federal también tenía de franco o afectada buena parte de la fuerza”.

Entre el primer saqueo al supermercado Impulso y el segundo a El Gurí (ambas propiedad del empresario uruguayense Oscar Riccio) mediaron varias horas, y sin embargo no se reforzó la custodia. Mientras tanto en el supermercado San Justo, sobre la avenida Balbín en el oeste de la ciudad, perteneciente a Orlando Debrabandere, un pequeño número de policías provinciales contuvieron cualquier intento de ataque, más por disuasión que otra cosa.

Adentro, Orlando esperaba armado. También en otros supermercados ocurrió lo mismo: sus dueños, pequeños o medianos comerciantes que habían empezado como almaceneros, estaban dispuestos a dar la vida para defender sus bienes.

La particularidad de los supermercados uruguayenses por entonces es que aun no había “cadenas” de afuera. Cada una de esas grandes superficies de ventas (en realidad, pequeñas o medianas si se comparaban con cualquiera de las cadenas de grandes ciudades) era que sus dueños eran uruguayenses. Aun no habían llegado a La Histórica los Dia% o los Dar.

Mientras esto sucedía, en el país con epicentro en Buenos Aires se desataba una lucha sin cuartel entre la gente que salía a la calle y un gobierno irresoluto e irresponsable. Porque la gente en diciembre de 2001 pedía comida. Y De la Rúa reaccionó solo para declarar el “estado de sitio”.

La policía salió de cacería, no para detener, sino para matar. Entre el 19 y el 20 de diciembre habrá 34 muertos y ningún responsable político. En Entre Ríos el entonces ministro Enrique Carbó sostuvo que “la policía en términos generales ha cumplido una excelente tarea”. Es que sólo tres fueron los muertos en la provincia, los tres en Paraná. Al parecer, un número aceptable para el ministro. Romina Ituraín de 15 años, 8 hermanos, recibió una bala que encontró su patio y su pulmón. No llegó al hospital San Martín.

Eloísa Paniagua solo vivió 13 años; tenía cuatro hermanos y un papá, y su delito fue ir a un supermercado en el que, decía la radio, ese día se iba a repartir comida. “Eloísa Paniagua murió abrazada a un paquete de fideos. Eloísa no entendió, ni nadie debe hacerlo, que en su apellido había una sentencia escrita muy arriba, en los lujosos despachos oficiales, y en ella estaba escrito que tenía prohibido los fideos. Tenía once años y murió abrazada a un paquete de fideos. Paniagua era su apellido”, escribirá poco después Hernán López Echagüe en su libro Tierramemoria.

José Daniel Rodríguez tenía 25 años y militaba en la Corriente Clasista y Combativa. El 19 de diciembre lo vieron frente al Wal-Mart reclamando comida, como tantos. El 31 fue encontrado a 200 metros del supermercado bajo tres cubiertas y con dos balazos en el pecho.

Los fenómenos que se vivieron en Concepción del Uruguay no llegaron cobrarse vidas, pero desnudaron o reflejaron a la sociedad uruguayense y sus prejuicios. Ante la amenaza de que fueran miles los saqueadores, el Centro Comercial reclamó prontamente el estado de sitio, una reacción cargada de un notorio desprecio clasista que atraviesa subterráneamente a la comunidad uruguayense.

“Nada más parecido a un fascista que un burgués asustado”, escribió alguna vez el escritor Dalmiro Sáenz. Los comerciantes se reunieron y se trasladaron al Juzgado Federal en calle Galarza el miércoles a la noche, y allí se escucharon los reclamos, inusitados, violentos, disciplinadores: “Queremos represión”, “Meta bala, doctora”, “Hay que matar algunos negros para que vuelva el orden”, “Que intervenga el ejército”.

Planteos delirantes que fueron levantando temperatura entre los mismos comerciantes, acusándose unos a otros. El miedo no es zonzo, está visto, pero puede ser más peligroso que el peligro real. Las propias autoridades del Centro Comercial reconocían que sus representados “están totalmente reaccionarios: sólo se sienten seguros si hay estado de sitio”. Muchos de ellos se armaron durante esos días. Nunca se vendieron tantas balas como en ese diciembre negro.

La medianoche del miércoles y madrugada del jueves, Uruguay era irreconocible: el centro desolado, las confiterías cerradas, la Plaza despoblada, los kioscos a oscuras, los escaparates de la peatonal con rejas de soldaduras calientes aún, las fuerzas de seguridad como única presencia humana, presentaban un aspecto general que más se parecía a una ciudad abandonada que sitiada. Los rumores constantes (“esta noche les toca a las farmacias”, “mañana van a tomar la Peatonal”, “están viniendo de La Higuera hacia el centro”), generaron pánico entre los comerciantes del centro de la ciudad, que cargaban sus vehículos de mercadería y se la llevaban, ante la certeza de lo inevitable y aclarándoles a los curiosos que “no estamos saqueando, nos llevamos lo nuestro por las dudas”.

Luego hubo rumores sobre los saqueadores de lujo, esos que no buscaban comida, sino whisky, vinos y electrodomésticos (¿odio de clase invertido?): profesionales, médicos, abogados, empresarios, concejales, o hijos de todos ellos, protagonizaron otras tantas historias imposibles de probar más que a través de dichos. Sí es cierto que se vieron autos y remises frente a los supermercados cargando mercadería robada, y no eran precisamente de los caídos del sistema.

Los supermercadistas fueron capaces de diferenciar entre “hambreados y los oportunistas”. En su intento de comprender lo que sucedía, quizás como una forma de resistencia a reconocer que quienes hasta ayer eran vecinos y clientes (o al menos potencialmente) de repente se habían transformado en enemigos, en amenazas visibles y concretas. “Muchos eran gente con hambre, pero muchos otros eran vándalos que aprovecharon para robar lo que pudieran o que tenían otros fines, seguramente políticos”, decían. En cambio, los pocos comerciantes nucleados en la Asamblea de Pequeños y Medianos Empresarios –afines al CTA y al Frente Nacional contra la Pobreza, que apenas una semana antes había juntado tres millones de firmas (12 mil en Uruguay) en pos de un Seguro de Empleo y Formación, antecedente de la Asignación Universal por Hijo– se solidarizaron con sus colegas, pidieron se investigue si hubo instigadores pero señalaron que “el saqueo de arriba es el que produjo el saqueo de abajo”.

Cuestionando el modelo económico, pidieron que no se pusiera el énfasis en “las miserias humanas, que siempre las hay, en quienes se aprovecharon de la situación, pero sí que se los identifique y que les toquen las sanciones que prevé la ley”. “Hace tiempo nos saquean con los intereses que nos cobran los bancos y las empresas de servicios cuando nos atrasamos. Pareciera que ante todo eso no nos manifestamos, pero cuando vienen cuatro hambrientos a robar sí”.

En datos se puede establecer que hubo 500 denuncias que derivaron en 40 allanamientos, en los que se secuestraron 20 mil kilos de comida. Fueron detenidas más de 120 personas y hubo 25 lesionados leves. Solo el azar determinó que no hubiera víctimas fatales en Concepción del Uruguay. Los supermercados afectados fueron Impulso, El Gurí, El Ciclón, Spar, Real, RT, los depósitos de Genevois, Riccio y Casanova.

Lo vivido en Concepción del Uruguay fue un reflejo anticipado de lo que simultáneamente ocurría en todo el país, atravesado por una crisis que comenzó a gestarse con el neoliberalismo de la década del 90.

En masa, personas trabajadoras y desocupadas, con sus familias completas, a pie, en carros, en precarios móviles y hasta en bicicletas, irrumpieron en los lugares donde sabían que estaba la comida, esa comida que faltaba en sus hogares. Pocas horas después estallaba el país, en las calles y plazas, en supermercados y en pleno Obelisco, entre piquetes y cacerolazos salvajemente reprimidos por las fuerzas de seguridad, que dejaron un saldo de casi cuarenta personas asesinadas.

Fuente: Este artículo pertenece al tomo I de "Las historias casi desconocidas de Concepción del Uruguay", publicado en 2019 por Editorial El Miércoles.

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