Un cuarto de siglo después de la primera recopilación, cuando pensábamos que el corpus estaba cerrado, Eduner y Ediciones UNL reeditan la obra completa de Juan L. Ortiz con la incorporación de textos de juventud, poemas encontrados en manuscritos y publicaciones periódicas, traducciones que no habían sido recopiladas y correspondencia, entre otros materiales desconocidos que reabren y plantean nuevas preguntas en torno a la obra del gran poeta entrerriano.

Con edición a cargo de Sergio Delgado, la Obra completa de Ortiz se presenta en dos volúmenes, uno dedicado a En el aura del sauce, el cauce central de su poesía que se extiende desde 1933 hasta 1970, y otro que integra prosas, poemas dispersos, artículos, conferencias y traducciones a través de cinco capítulos que recorren la vida del poeta en orden cronológico y arman una biografía en la que, como decía el propio protagonista, no cuentan tanto las referencias concretas como “los años y el estudio y la experiencia, sobre todo la experiencia, la experiencia poética, la experiencia humana, la experiencia íntima”.

La primera edición, publicada en 1996, incluyó un aparato crítico cuyos textos ahora pasan a integrar una sección de lecturas, como parte de un conjunto de intervenciones que fueron decisivas para el descubrimiento y la valoración de Ortiz: entre otros, el ensayo de Carlos Mastronardi a propósito de El agua y la noche (1933), su primer libro, el estudio preliminar de Alfredo Veiravé para una antología (1965), el prólogo de Hugo Gola a la primera recopilación de la obra (1970).

La reedición introduce un conjunto de ensayos que dan cuenta de abordajes recientes y al mismo tiempo señalan aspectos todavía no considerados, un programa de lecturas en curso: “Ortiz fue un poeta traductor, aunque esa faceta no haya sido aún lo suficientemente explorada”, dice por caso Santiago Venturini en “Juan L. Ortiz, traductor”, uno de los ensayos incorporados a la reedición.

La difusión de Ortiz por parte de los jóvenes escritores de los años 60, el descubrimiento periodístico de su figura y el hecho de que su casa en Paraná se convirtiera en una especie de sitio de peregrinación instalaron la imagen de un poeta marginal, aislado de los movimientos literarios y desconocido en su justa dimensión.

Contra ese lugar común, Agustín Alzari reconstruye en “La poesía social de Juan L. Ortiz” una trama cultural y un haz de relaciones en los que la obra encontró no sólo un temprano reconocimiento sino también muchas de sus preocupaciones, por lo que “resulta indispensable reintegrar a Ortiz a ese espacio, al diálogo entre ideas y líneas poéticas que ocurrió entre 1936 y 1946”, donde “su poesía se luce mejor, dado que si bien su respuesta poética es individual y singularísima, su sustanciación es colectiva”.

Los artículos y reseñas periodísticas publicadas en diarios de Santa Fe y Paraná registran otro ámbito de pertenencia y de diálogo continuo en el espacio de la poesía entrerriana: Ortiz lee a los coprovincianos, y a través de ellos reflexiona sobre el paisaje, en el que encuentra mucho más que un tema: la forma en que el poeta se relaciona con el lugar que vive, dice, es la diana de la auténtica poesía.

El punto de articulación entre la comarca y el mundo es la lectura y la traducción. La correspondencia de Ortiz, destaca Venturini, lo muestra al día con las novedades y los debates publicados tanto en revistas argentinas como extranjeras, particularmente las francesas, y la fidelidad a sí mismo, en la que tanto insiste, se define “en relación con la alteridad, lo universal”.

Sus versiones del poeta rumano Ilarie Voronca –de reciente hallazgo– y de novelas de Jean Cassou –“un altísimo ejemplo”, dice Ortiz, de la obra artística que puede ser política sin caer en la propaganda–, entre otras, responden a un modo de vivir en la provincia “con la hora cultural del país y del mundo”.

Las “traducciones chinas” –un conjunto de catorce poemas pertenecientes a diez poetas, publicado por primera vez en 1959, dos años después de su viaje a China– son una de las expresiones más concentradas en ese sentido, y el tema que indaga Miguel Ángel Petrecca en otra notable contribución al estudio de la obra.

Ortiz traduce tanto a un autor como Mao Tsé Tung como a Quo-Ing, un poeta completamente desconocido del que no ofrece información biográfica y al que le dedica dos poemas de El junco y la corriente.

Petrecca apunta que puede tratarse de un alter ego, “una especie de heterónimo chino con el que Juanele se saluda a sí mismo desde la otra orilla del mundo. La cuestión queda abierta”.

Ese fragmento bien puede representar al conjunto de la obra, una operación de lectura que desarma lo que parecía definitivo, lo ofrece para nuevas interpretaciones y vuelve a inscribir una forma poética sinuosa y descentrada como la del río que constituía su paisaje.

Fuente: Clarín
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