Algunos amigos que aman la música no fueron al Teatro el viernes porque “para oír solamente tangos, me quedo en casa”. No saben lo que se perdieron.

Porque solamente con escuchar a Rodolfo Mederos, que a los 82 pirulos conmueve (y se conmueve) arrancando a su bandoneón sonidos personalísimos, deconstruyendo “Nunca tuvo novio”, “Sur” y “Adiós Nonino”; solamente con escucharlo, decía, se justificaba la asistencia al espectáculo. Y más, oírlo tocar “Adiós, Nonino” en una tesitura distinta a la del año pasado, resaltando la parte rítmica más que la melódica, al revés que en el otoño de 2022.

A Mederos lo escuché por primera vez a fines de los años ´70, en un boliche llamado icónicamente La Yumba, donde actuaba solamente la orquesta de Osvaldo Pugliese. Él era el primer bandoneón de un remozado conjunto, y reemplazaba a Osvaldo Ruggero. Lo escuchaba con suma atención, porque reemplazar al Tano me sonaba a misión imposible. Y, sin embargo, aquel flaco desgarbado cumplió de sobra con su rol de conductor de la fila de fueyes.
PERO EN EL TEATRO HUBO MÁS
Pero esa noche hubo más: estuvo la orquesta típica Oriyera, que dirige desde el bandoneón nuestro copoblano Ezequiel Villanueva Hermann. Recuerdo que mi hermana Rosita me regaló, como en 2018, el disco grabado por las orquestas surgidas de La Academia Tango Club, entre las que estaba Oriyera, dirigida por un tal Monono VH. ¿Cómo podría siquiera imaginar que se trataba del hijo de Javier Villanueva y Alicia Hermann? Demoré años en dame cuenta…

Y acá, ahora, estaba Monono/Ezequiel dirigiendo con gran solvencia una orquesta cada vez más afiatada y afinada. Y estaba Ezequiel/Monono haciendo un dúo de bandoneones con Mederos, que me sacudía de la butaca.

Y estaba la orquesta, que completaban los bandoneones de Carlos Roldán (cada vez más protagonista) y Santiago Villar; y los violines de Nicolás Argüello, Abi Casalaspro y Luciana Aolita; y el bajo de Javier Arteaga, el piano de Eugenia Guzmán; la guitarra de Agustín Urbicain; más el canto de Nelson Ibarra.

La orquesta desgranó una veintena de temas, entre los que mencionaré “Gallo ciego” (donde la fila de bandoneones parecía que fuera la de Ruggero, Plaza y Lavallén), “Melancólico”, “Nocturna”, “Melancólico Buenos Aires” (donde Nicolás Argüello se acercaba a Simón Bajour, el más exquisito violinista que escuché en mi vida), “Sur”, “Te llaman malevo” y “Desencuentro”, los tres cantados por Nelson Ibarra, impactantes.

“Desencuentro” ya parece un caballito de batalla para Nelson. Y hubo mucho más, claro, hasta cerrar con “La yumba”, donde además de los fueyes y el piano de Eugenia Guzmán, se lució nuevamente Argüello, que realmente parecía Cacho Herrero en el solo que da emoción al tema tan polenta y lleno de potencia rítmica.

El piano de Eugenia era fundamental respaldo en todos los temas; así como se lució el bajo de Javier Arteaga, tocado con la calentura apropiada, con dedos y manos que llegaban a golpear la espalda del bajo, para acentuar el sonido, al más puro estilo tanguero y jazzero.

Los violines de Abi y Luciana sonaban siempre a tempo, y colaborando en muchos diálogos bandoneones/violines, uno de los sellos de la orquesta.

Y debo mencionar la guitarra de Agustín Urbiocain, que aprovechó los pocos momentos de lucimiento personal que le daban los arreglos del conjunto, que originariamente no tenían en cuenta la guitarra como voz cantante.
UN FINAL CONMOVEDOR
Ezequiel anunció el último tema, lo interpretaron, todos los músicos (incluido Mederos, claro) llegaron al borde del escenario para recibir los aplausos y retirarse, pero fueron tan insistentes (y hasta rítmicos…) los pedidos de “Oootra”, que volvieron a sus lugares y atacaron nuevamente “La yumba”, cerrando una noche de emociones y merecidas ovaciones.
Crítica de espectáculo
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