Américo Schvartzman, Periodista y filósofo.
Y supondremos que todo seguirá como si nada
El horror desatado por el ataque de Hamás a poblaciones israelíes vecinas a la franja de Gaza convoca a un miedo primario, ancestral, que entre las personas judías remite a los pogrom de la Rusia zarista (una de las más fuertes razones por las que emigraron hacia nuestra región, de la mano de la Jewish Colonization Association del barón Hirsch).
Según los cálculos más recientes, fueron 1.139 las víctimas mortales del brutal raid terrorista de Hamas, entre las cuales se cuentan casi 700 civiles israelíes, unas 70 personas árabes, otras 70 extranjeras, 373 miembros de fuerzas de seguridad, y 36 niños. Una atrocidad injustificable, que debe ser repudiada y condenada sin vueltas.
Ese 7 de octubre, informan la mayoría de los medios, “empezó la guerra entre Israel y Hamás”. Pero ¿por qué congelar la imagen ahí? ¿Qué se ve si se mira hacia atrás? ¿Dónde está la causa de estos sucesos? Y ¿qué se ve si se sigue mirando, pero se cambia la perspectiva?
Antes, la Nakba. Gideon Levy es un periodista israelí de valentía inusitada. Tiene 72 años, casi la edad del Estado de Israel, y una trayectoria en la que brilla su actuación como colaborador y portavoz de Shimon Peres, una de las figuras más relevantes de la política del siglo pasado en ese país y en el mundo.
Levy escribe en Haaretz desde hace décadas y en ese diario (una de las pocas voces de izquierda que siguen activas en aquel país) denuncia desde hace mucho la política de ocupación de los territorios palestinos. Critica lo que llama “ceguera moral” de la sociedad israelí, que no parece consciente de los efectos de sus actos de guerra y de ocupación de tierras palestinas, a la que llamó “la empresa más criminal de la historia de Israel”. En 2007 (¡hace 17 años!) escribió que la difícil situación de la gente en la Franja de Gaza le hizo “avergonzarse de ser israelí”.
Nada es gratis, claro. Su línea de análisis y ejercicio del periodismo le ha valido que muchos de sus compatriotas lo consideren (oficialmente) un traidor. No exagero: la Knesset, el parlamento de Israel, así lo ha declarado. Además, recibe constantemente amenazas que han llevado a que tenga custodia permanente.
Levy escribe columnas tremendas. Inmediatamente después de conocida la espantosa incursión criminal de Hamás, el título de su nota en Haaretz fue “Israel no puede encarcelar a dos millones de personas en Gaza sin pagar un cruel precio”. Y en ella publicó, entre otros conceptos, estas palabras durísimas:
“Detrás de todo esto está nuestra arrogancia. Pensamos que tenemos permiso para hacer cualquier cosa y suponer que nunca pagaremos, ni seremos castigados. Y pensamos que seguiremos y nada nos interrumpirá. Arrestaremos, mataremos, abusaremos, despojaremos, protegeremos a los colonos y sus pogromos, dispararemos a inocentes, los expulsaremos, expropiaremos, robaremos, los secuestraremos de sus camas, los someteremos a limpieza étnica y, por supuesto, continuaremos con el increíble asedio a Gaza. Y supondremos que todo seguirá como si nada”.
Qué hice yo para merecer esto. Es una verdad evidente que nada ocurre en el vacío. No hay sucesos sociales incausados, no hay hechos que ocurran porque sí. Tampoco hay (por lo común) una sola causa que los explique. Por lo general, sucesos y procesos se producen por variados factores, y con frecuencia esas causas son a su vez producto de múltiples sucesos y procesos previos que se encadenan.
Por eso resulta tan banal, tan poco serio, tratar lo que ocurre hoy en Israel/Palestina y en toda la región del Medio Oriente como “una guerra que desató Hamás” hace un año exacto. ¿Cómo se puede mirar ese escenario sin hacerse cargo de una historia previa, que cada observador podrá fechar en distintos momentos, pero que, como mínimo, lleva 76 años, es decir la creación del Estado de Israel, en una tierra que ya estaba ocupada, sin consulta a sus habitantes, que pasó a ser conocida como la Nakba (“Catástrofe”) para quienes fueron desplazados y despojados de sus tierras? (Aunque por supuesto se pueden encontrar fechas exactas anteriores, y conjuntos de razones que arrancan aún mucho antes).
Las versiones más usuales de esta historia eligen ignorar lo que señalan voces como la de Gideon Levy, y por lo tanto centrarse solamente en lo ocurrido desde hace un año. Trágicamente, me hacen acordar un viejo chiste (que se torna cada vez más amargo) que leí siendo gurí. Estaba en un librito de humor judío de los que compraba Pablo, mi padre. Como sabemos, debajo del humor viven muchas cosas. Esto, que fue publicado en 1971, era un chiste de judíos argentinos por aquella época. ¿Le causará gracia a alguien en la actualidad?
“En en bar del Once, dos vecinos charlan sobre el problema del Medio Oriente.
—No sé cómo aguantan los ataques, las bombas, los sabotajes. Yo agarraría una ametralladora, me metería en la zona árabe y liquidaría tipos hasta quedar sin fuerzas …
—¿Y si te pegan un tiro a vos?
—¿A mí? … ¿Por qué? … ¿Yo que hice?”
El chiste se publicó en una antología llamada “Mis mejores chistes son judíos”, en 1971. Aún conservo esa edición.
Tres grupos de personas. Hay (entre muchas otras posibilidades de clasificación) tres grupos que suelo identificar.
Para algunas personas, cualquier crítica que alguien haga al Estado de Israel y a las políticas de sus líderes, aun cuando se trate de ostensibles violaciones a los derechos humanos de otras personas, transforma a esa persona automáticamente en “antisemita” o “nazi”. No importa si esa persona es judía.
Ya lo había advertido Eduardo Galeano hace varios años, al cuestionar bombardeos a poblaciones civiles en una de las tantas ocasiones en que el Estado de Israel los realizó, en esa “ceguera moral” que denuncia Gideon Levy: “Estos bombardeos matan niños: más de un tercio de las víctimas y a veces bastante más. Quienes se atreven a denunciarlo son acusados de antisemitismo. ¿Hasta cuándo seguiremos siendo antisemitas los críticos de los crímenes del terrorismo de Estado?”
Para otras personas, cualquiera de las políticas criticables de las dirigencias del Estado de Israel, transforma automáticamente en culpables a todas las personas judías, vivan donde vivan y piensen como piensen. No importa si es contraria a esas políticas y las ha cuestionado en público. No importa, incluso, si se opone a la idea de que las personas de cualquier etnia (no solo judía) deben irse a vivir a un mismo y único país y aislarse de las demás, o no “cruzarse”, en busca de una pureza “racial” ficticia y zafia. No importa: si sos judío, sos “sionista”, y por lo tanto, sos algo así como el demonio.
El lenguaje, en ese sentido, es transparente. Quienes así piensan, en general, no acusan al Estado de Israel, o a sus dirigencias, o a las élites del llamado “Estado Judío”. No. Los asesinos del pueblo palestino son “los judíos”, en general. No hay que escarbar mucho para encontrar allí algunas otras marcas claras de judeofobia, como por lo general la frase rápidamente asociada a la generalización anterior y que revela la hondura y persistencia del prejuicio antijudío: “Los judíos manejan el mundo”, o “los dueños del mundo son los judíos” (o los más ricos, u otras variantes).
No sirve de nada explicarles que ni Elon Musk, ni Jeff Bezos, ni Bernard Arnault, ni Warren Buffett, ni Bill Gates son judíos. O que los enunciados “algunos de los más ricos del mundo son judíos” y “los judíos (o sea, todos los judíos) manejan el mundo” son dos proposiciones diferentes y que no se implican, por más que la primera pueda ser parcialmente cierta. Esas son pavadas, argumentaciones filosóficas, divagaciones. Los judíos manejan el mundo. (Cuando era adolescente y alguien lo decía en mi presencia, yo bromeaba retrucando: “Bueno, se ve que alguien tiene mi parte”).
¿Y el tercer grupo? Para otras personas, cualquier persona judía fuera de Israel tiene la obligación de tomar partido para defender cualquier cosa que haga la dirigencia del Estado de Israel, así sean políticas indefendibles. Esa es la actitud de la mayor parte de las organizaciones judías en nuestro país y en el mundo y también la actitud de ciertos no judíos que se sienten encarnaciones del espíritu “occidental y cristiano” (y algunos del “occidente liberal”, aunque no profesen religión alguna). Entienden que todo judío debe ser “soldado” del gobierno del Estado de Israel. Y, como contracara, cualquier persona judía que no actúe así, es un enemigo más, un “antisemita”, un “nazi”, cuando no un traidor a su pueblo, su etnia, su “raza”.
No les importa demasiado que esa persona judía sea tercera, cuarta o quinta generación en su país natal, se sienta plena en su nacionalidad (o en ninguna, posición también muy legítima, para mí) y no tenga ninguna identificación con el sionismo. No importa: si sos judío, tenés que ser sionista y defender todo lo que haga Israel.
Dos datos
Quienes así opinan pasan por alto dos datos de la historia contundentes (y tristes). El primero, que el sionismo como ideología, nacido casi en la misma época que el resto de los nacionalismos europeos, era ínfima minoría entre los judíos europeos a comienzos del siglo pasado. El segundo, tremendo por donde se mire, es la objetiva coincidencia con uno de los objetivos declarados del nazismo (y de toda la judeofobia europea del siglo XIX): que los judíos se fueran de Alemania (y de toda Europa).
Incluso hubo acuerdos entre el Tercer Reich y líderes sionistas alemanes: Hitler veía con buenos ojos colaborar con la empresa de que los judíos se marcharan hacia Palestina (bastante antes, claro, de la llamada “Solución final”). Mucha gente lo ignora, pero el Acuerdo Haavara, como se llamó el arreglo firmado en 1933, y vigente varios años, entre las autoridades nazis y la Federación Sionista de Alemania, permitió que más de 60 mil judíos emigraran a Palestina en barcos que tenían el emblema nazi.
Conclusión provisoria y proposición momentánea: esos tres grupos de personas (sin saberlo, o peor, quizás sabiéndolo) están, en mi opinión, entre las principales causantes del antijudaísmo creciente en el mundo occidental actual. (Y conste que no uso en este caso las palabras “antisemitismo” ni “antisionismo”, que son cosas diferentes).
¿Y hacia adelante? Arrancamos poniendo en cuestión la superficialidad de quienes ven el 7 de octubre del 2023 como el inicio de “la guerra entre Israel y Hamas”.
Según los cálculos más recientes, son 41.870 las víctimas mortales de la brutal respuesta israelí, entre las cuales la gran mayoría son civiles, 16.500 son niños, 493 son trabajadores de la salud y por lo menos 137 son periodistas. Una atrocidad injustificable, que debe ser repudiada y condenada sin vueltas. Por favor, lector, lectora, relea las cifras que puse en el primer párrafo de esta nota, las que fueron resultado del macabro raid terrorista de Hamás.
Creo que hay que sumar un cuarto grupo de personas que sin saberlo, o peor, sabiéndolo, están entre las principales causantes de la judeofobia o el antijudaísmo crecientes en el mundo occidental actual. Son aquellas personas que naturalizan esa desproporción inadmisible, inhumana, inaceptable. Que la justifican, con “ceguera moral” y, además, epistémica. Las 41.870 víctimas gazatíes no valen lo mismo que las 1.139 víctimas causadas por Hamás.
Esas personas creen que solo hay víctimas de un lado y que solo hay victimarios del lado contrario. Estoy convencido de que el daño que hacen obliga a que alcemos la voz quienes, como yo, no habían hecho pública su mirada al respecto. Por eso esta nota.
Fuente: Perfil