El dios carnavalero es testigo entonces de que por nueve noches nadie es el mismo en la quebrada, porque entre chicha, cascabeles, bombos y
serpentinas, el yugo de todo el año, a su paso, el carnaval disipa. Las almas, durante ese tiempo fugaz, son peregrinas de un legado ancestral
que las recorre.
Cuando canta Jujuy, cantan los pueblos que cayó la historia y cantan también los ancianos, los niños, los jóvenes, en una sola voz que no se esconde y que se alimenta de la gratitud a la madre tierra. Al final de las 9 noches, vuelve a La Salamanca, ungido por el pueblo como el más alegre de la fiesta.
Pero cuando Supay iba a coronar a Momo como el Dios supremo de los carnavales del norte argentino, éste se rehúsa, reconociendo que la verdadera reina del carnaval no es otra que la Pachamama. Supay, desencajado, por no poder desterrar los influjos de la Pacha sobre Jujuy, infunde a Momo un maleficio por el cual éste llevaría el traje de diablo pegado a la piel por el resto de la eternidad. Sin embargo, lejos de constituir un maleficio para Momo, éste toma al traje como símbolo de su transformación y, endiablado, decide llevar el
legado de la Madre Tierra a todos los carnavales del mundo, siendo un recordatorio viviente de que la verdadera alegría es la que se comparte; es aquella que, por sagrados instantes, nos sustrae del peso de la cotidianeidad y nos conecta con nuestros ancestros y con la niñez que habita nuestras almas; es aquella que suspende los que somos individualmente, pausa el peso incesante del tiempo, y nos funde con el universo y con nuestra Madre Tierra.
Que suenen los bombos y charangos, que los sikus eleven su canto, que hoy Ara Yeví es ofrenda para nuestros hermanos del Norte Argentino, porque encuentra en este ritual andino, raíces de nuestra cultura que deben integrarse para siempre a nuestra identidad carnavalera.
El carnaval siempre hace a quien lo habita, un poco más feliz, por eso esta noche dejemos endiablarnos por el legado ancestral de Ará Yeví.